السبت، 7 نوفمبر 2015

مجلة السنونو ( العدد السادس ) - فصل من رواية نعيمة : قصة أمي الطويلة ( إديث شاهين ) - ( قسم 2 - اسباني )

مجلة السنونو ( العدد السادس ) - فصل من رواية
نعيمة : قصة أمي الطويلة ( إديث شاهين - ترجمة : رفعت عطفة )
نعيــمة،

Nahima

قصة أمي الطويلــة

La larga historia de mi madre

إديث شاهين

EDITH CHAHÍN

   ترجمة: رفعت عطفة

Traducido por:  Rifaat Atfé      
 

Ya tenía quince años el día que su madre llamó a su hermana mayor con ese tono de voz tan suyo, sereno, bastante amistoso pero implacable; es decir, ese tono de voz que usan los que saben que serán obedecidos a la primera, que no admite réplica ni mucho menos contradicción, que pone punto final a la conversación casi antes de haberla empezado…
     - Fadua, prepara y trae el café para la visita.
     Era una frase sencilla, una orden semejante a la de todos los días. Pero ni Fadua ni Nahima ni la madre que había pronunciado esas palabras de pan, intuyeron la trascendencia que tenía; ni siquiera Nahima, que se había distinguido siempre como poseedora de un poder mental que iba más allá de la simple intuición femenina, presintió el trastorno que esa orden emanada de los labios de su madre iba a causar en su vida y en la de todo la familia.
     Fadua no pudo contener un estremecimiento. Miró a sus hermanas con ojos de gacela astustada, y encontró sus miradas clavadas en ella –diez negros azabaches que le llegaron al alma-, llenas de ansiedad y picardía, cuyas dueñas las desviaron al momento para fijarlas, avergonzadas, en sus labores. Sólo Nahima fue capaz de mantenerla fija en Fadua y ambas hermanas permanecieron mirándose, comunicándose en silencio la multitud de pensamientos que no se atrevían a expresar con palabras.
     Todas conocían el significado de esa visita y de ese café, pero no se arriesgaban a hablar de eso; era un tema tabú, competencia absoluta de los padres.     Mientras las demás disimulaban sus risitas, mezcladas de confusión y verguenza, Nahima sentía bullir la sangre en su pecho al comprender la mirada de su hermana de casi diecinueve años, cuatro mayor que ella, implorando ayuda al constatar su propia impotencia ante la situación que tenía que enfrentar; estaba a punto de conocer al hombre que en ese momento estaba pidiéndola en matrimonio a sus padres antes de haberla visto, y que sólo la conocería cuando ella le ofreciera el café.
     Nahima miraba a Fadua con una expresión indefinida, con curiosidad e ironía, especulando hacia sus adentros sobre la situación: Fadua, tan delgada, tímida, insegura, obediente y sumisa. Jamás la había visto ni oído contradecir o replicar a su madre, mucho menos al padre, ya que éste transmitía sus órdenes a través de su mujer; … con su cara de inocencia y sus ojos asustados, qué haría en esta ocasión? obedecería ciegamente la orden de la madre de presentarse ante el visitante para ofrecerle el café? Y luego… aceptaría a ese hombre como marido, así, sin más, sólo porque sus padres se lo ordenaban…?
     Ambas hermanas continuaban mirándose, en una ceremonia eterna de transmisión de pensamientos… sin hablar… casi sin respirar… sin que un movimiento delatara la intensa preocupación de sus jóvenes cabecitas… como si un solo ademán pudiera provocar un desenlace fatal, la picadura de una serpiente, el desprendimiento de un alud. Nahima fue la primera en deshacerse del hechizo. Hizo un movimiento de hombros, sacudiendo las responsabilidades que pudieran caberle en la decisión, desentendiéndose de ella, pero no pudo librarse de la mirada que su hermana mantenía fija en la suya.
     En otra ocasión habrían podido hablar, comentando entre ellas o incluso criticando algunas costumbres ancestrales que las afectaban y que hubieran deseado que cambiasen, pero jamás habrían osado hacerlo delante de sus padres, ni siquiera de sus hermanas menores. Concretamente ahora, la situación merecía comentarios y críticas. Fadua sería obligada por sus padres, sin previa consulta, a casarse con un desconocido, y esto que le sucedía hoy a la mayor, mañana o cualquier otro día le tocaría a Nahima y después a las demás. Tampoco le preguntarían si deseaba casarse, si aceptaba de buena gana, cuando no con entusiasmo, al hombre que la pedía, o si lo rechazaba porque la doblaba en edad, porque era gordo, porque sus bigotes eran horribles, o simplemente, porque no lo amaba…
     Amor! Quién iba a atreverse a usar esa palabra? Palabra tan hermosa que sus labios tiernos y juveniles jamás habían osado pronunciar, pero que acariciaban con sus pensamientos desde que aprendieron a leer en su primer libro de lectura: la Biblia. Las religiosas misioneras de la iglesia a la que acudían las iniciaron en la lectura y en la Sagrada Biblia, abriendo su mundo a la cultura y a la fe cristiana a la vez. Les enseñaron a leer en los libros del Antiguo Testamento: Génesis, Éxodo y otros, y también en los del Nuevo Testamento, los Evangelios, las Epístolas, incluso el Apocalipsis, saltándose descaradamente aquellos libros que podían plantearles preguntas difíciles, o despertar en ellas algunos sentimientos prohibidos, como el Cantar de los Cantares, que ambas hermanas descubrieron un día y que aprendieron de memoria a hurtadillas para recordarlos cuando estaban solas y se desvelaban por las noches, preguntándose una a otra sobre el sentido de esas frases:
     “Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven!”… “Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacelas, que pacen entre lirios…” “Qué bella eres amada mía, qué bella eres!”… “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado!”… La Biblia contenía escrituras muy aburridas o incomprensibles, pero también las tenía maravillosas, incluso excitantes…? Por qué estaba prohibido hablar de esas cosas, nombrarlas siquiera, si eran palabras inspiradas por Dios a sus elegidos? Estarían equivocados sus padres? No, no era culpa de sus padres. Esa rigidez venía de abtaño, de siglos anteriores, y seguramente duraría muchos siglos más… Ellas no verían cambios, ni serían capaces de promoverlos, cómo atreverse a dar pasos hacia una liberación, si cada vez que surgía una mujer con intenciones de salir de la represión, liberarse de sus yugos, era castigada por sus padres con encierros y aislamientos, cuando se trataba de una joven soltera, y si era casada, su marido la vilipendiaba públicamente y la acusaba a las autoridades? Cuántas mujeres habían muerto apedreadas o azotadas por intentar liberarse! Nahima no había conocido a ninguna, pero sus tías y su madre se lo habían contado. A veces pensaba que sólo lo hacían para asustarlas y mantenerlas bajo control. Hasta llegaron a decirles que algunas mujeres que no querían obedecer a sus padres o maridos eran entregadas a los turcos que las hacían recorrer a pie los desiertos para entregarlas a su jefe, siempre ansioso de engrosar el número de concubinas de su harén.
     Nuevamente se escuchó la voz de la madre:
-Fadua, has oído? Prepara el café.
     Fadua, nerviosamente, se agarró a las manos de Nahima.
-Quieres que yo sirva el café?
-preguntó la pequeña Afifi, que apenas tenía siete años.
-          Tú no te metas en esto – la
 regañó Karimi, retenién- dola por el brazo.
-Quiero ver al visitante-        insistió,mimosa, Afifi. 
-Qué ocurrencia tiene esta niña!- gruñó Yolia-. No sabes acaso que está prohibido que nos asomemos al salón cuando hay visitas?.
-Entonces que pasen aquí para  que los conozcamos…
-La pequeña estaba agotando todas sus reserves con tal de conseguir sus caprichos.
Karimi intervino, esta vez conciliadora:
-Tú sabes que los visitants no
 pueden entrar aquí; eso también está prohibido.
-Pero si nuestro padre quisier…
 - Una mano, también pequeña, le tapó la boca.
-Te han dicho que te calles de
 una vez-dijo Hadbo casi al oído de la pequeña, mientras ésta trataba de liberarse, arañándole la mano.
     Era una tradición muy antigua en las familias de cierta categoría, que las hijas mujeres debían permanecer en el interior de las casas sin asomarse siquiera cuando llegaban visitas al hogar. Solamente las amigas o parientes que acudían con sus maridos a saludar a los padres, podían entrar para ver o conocer a las hijas en un lugar interior de la casa, donde siempre estaban realizando alguna labor; pero los hombres no gozaban de este privilegio. No les estaba permitido acercarse al lugar de reunión de las hijas del dueño de casa, ni éstas podían acudir al salón donde ellos fumaban y sostenían conversaciones “no aptas para oídos femeninos”. La excepción se presentaba precisamente cuando llegaba un pretendiente con intenciones de desposar a una de las hijas, pero él no tenía derecho a elegir la más bonita o la más inteligente; lo único que podía elegir era la familia y lo hacía pensando en su nivel cultural, social, religioso y económico. Una vez hecho el contacto, los padres decidían cuál de sus hijas presentarían al pretendiente, recayendo la elección siempre en la de más edad, y la forma de presentarla era, justamente, llamándola para que sirviera el café al visitante y a su acompañante, que solía ser el sacerdote de la iglesia a la cual pertenecía la familia de la futura novia. Pero antes del café, ambas partes pedían discretamente todo tipo de detalles con el fin de poder tomar una decisión, en la que el sacerdote jugaba un papel determinante. El último “detalle” que faltaba para la toma de decisión era que el pretendiente conociera a la novia, no para dar el visto bueno, porque no debía rechazarla, ni manchar con ello el honor de la familia, sino para cerrar el trato después de probar el café servido por ella. Éste era el último paso en la petición de mano de una joven en la ciudad de Homs, pues todo lo demás ya había sido convenido de antemano: el interesado se presentaba a los padres de familia, incluso sin haberlos conocido antes, sabiendo solamente por la información que le daban sus amigos y parientes que se trataba de una familia distinguida, con buena situación económica y alto nivel cultural, que tenía ocho hijos, siete mujeres y un varón, y que todas las hijas sabían leer, escribir, cocinar, coser, bordar, tejer y hacer las labores de la casa. Después los padres le darían a conocer algunos detalles más íntimos de la muchacha elegida: su salud, su carácter, su inteligencia, la regularidad de sus períodos mensuales – asunto este de gran importancia para la futura descendencia- y otros, como la dote que ésta percibiría y todo aquello que al pretendiente le pareciera importante saber. Él, a la vez, informaría sobre sí mismo, sobre su familia, su nombre, lugar de nacimiento, trabajo, edad, capital que poseía, lugar donde establecería su residencia, y debía estar dispuesto a responder a cuantas preguntas desearan hacer los padres de la futura novia.
     Entretanto, Fadua continuaba mirando a sus hermanas, que habían vuelto a inclinar sus cabezas sobre sus labores. Formaban un hermoso cuadro las jovencitas con sus cabellos negros, brillando bajo los rayos casi bermejos del vespertino sol oriental, con sus ropas largas de diferentes colores, rodeadas de plantas en esa galería, testigo de tantas risas, tantos suspiros, confidencias e interrogantes sin respuesta.
     Las pesadas cortinas que separaban la galería del resto de la casa se movieron hacia un lado bajo la presión de una mano enérgica. Fadua se estremeció al ver a su madre y bajó los ojos. Las hermanas miraron a la madre cuando ésta dijo con voz que parecía severa:
-Fadua, te he llamado para que
prepares café para nuestras visitas, no me has oído?
 Al decirlo observó a su hija que,
en la confusión, había dejado caer los ovillos de seda que quedaron desparramados por el suelo, y se sintió orgullosa d ella al verla tan tierna, tímida, hermosa y dulce, como deben ser las jovencitas educadas en un hogar distinguido y severo. Durante muchos años había trabajado preparando a sus hijas para el paso que ahora iba a dar la mayor y no permitiría que nada obstaculizara el normal funcionamiento de la ceremonia de petición de mano.
     La hija mayor, entretanto, se debatía entre el llanto y una respuesta que no se atrevía a dar a su madre, o más bien, una pregunta que no tenía valor de formular. Sabía perfectamente que no debía hacerlo, ninguna joven tenía derecho a hacer preguntas sobre el hombre que pedía su mano, ni siquiera sobre su nombre.
     - Pero hija… Fadua… qué te pasa?, es que no vas a obedecerme? Esto es muy importante para ti y para toda la familia…
     - No puedo… No puedo!… - dijo entre sollozos, cubriéndose el rostro con las manos.
     -Vamos hija, ven aquí, siéntate un momento, y dime, es que no quieres casarte, formar una familia, tener tu propia casa, tus hijos, tu marido, tu vida privada?
     - Casarme yo? Tener mi propia casa… tener un marido… hijos… -repetía Fadua, lanzando un débil sollozo en cada pausa, que prolongaba intencionadamente, esperando que su madre completara las frases con más detalles, pero no lo consiguió-. Soy muy joven aún…- se defendió.
     - Joven? Pronto cumplirás diecinueve años, ya no eres joven. Las niñas deban casarse a los catorce o quince años. Pasada esa edad, la gente empieza a pensar que tiene algún problema o que es estéril, y en cualquier caso, va quedando marginada. Es eso lo que deseas?
     Fadua seguía temblando y su mirada, tímidamente levantada hacia su madre, contenía millares de preguntas prohibidas, cientos de protestas, inútiles ansias de saber lo que todas las jóvenes desean conocer a esa edad. La madre pareció entender la situación de su hija, le cogió la fina mano, la miró profundamente; esos negros ojos que parecían dorados por los reflejos del sol, en los que veía-como en un espejo- su propio rostro de mujer joven aún a pesar de sus cuarenta años, y en voz baja le dijo:
     - Quieres quedarte para siempre aquí en casa como una solterona, cuidando a tus padres y haciendo las tareas del hogar?
     -Si, madre, quiero quedarme con vosotros! – la interrumpió con vehemencia y verdadero apasionamiento. Fadua había encontrado una escapatoria.
-No quieres aprovechar esta
 oprtunidad para casarte? Es probable que no vuelvas a tener otra ocasión como ésta. No, no menees la cabeza diciendo que no. Explícame por qué no quieres.
-Tengo miedo, mucho miedo...
La madre rió, dando a entender que eso era una tontería, aunque interiormente recordaba que ella no tuvo miedo sino pánico cuando sus padres decidieron casarla. Ahora aquello le parecía como un sueño lejano, casi increíble… Haber sentido miedo ante una situación tan simple como una boda, ante un hombre tan manso y afectuoso como su marido. Pero ella había reaccionado rápidamente, su coraje y su fuerte personalidad la habían ayudado a convertirse poco a poco en la mujer madura que llegó a ser en pocos años, en la esposa amante, pero enérgica y dominadora, en la madre abnegada aunque rígida y severa, en la administradora de los bienes de la familia y en la segunda mujer –la primera había sido su propia madre- de Homs que dirigía la empresa familiar, la industria de la seda. Todo se había ido gestando lentamente, y ahora… Volvió a la realidad al oír a su hija que repetía:
-Tengo mucho miedo.
-Miedo? Hija mía, tú eres la luz
 de mi alma, pero ya eres  una mujer y no debes temer nada. La vida te ofrece una oportunidad: un hombre serio, joven, maduro, rico, ha regresado a su país natal solamente para buscar novia, viene de muy lejos sólo para esto, y te ha elegido a ti, es maravilloso. Tu padre, estando yo presente, ha conversado con él y le ha parecido que es un hombre bueno e interesante, que ha viajado mucho por diferentes países y que sabe contra cosas maravillosas. Ahora está con tu padre, esperando el café. Vamos, anímate, te ayudaré a prepararlo, pero tú debes servirlo. Prepara aquella bandeja.
     Fadua obedeció como una autómata, mirando cómo su madre preparaba diestramente el café, y cuando estuvo listo…
     - No puedo, no puedo…me muero de verguenza…
     Esta vez, la madre perdió la dulzura, miró severamente a su hija, y le dijo:
     - No tengo por qué aguantar esto. Debes obedecer las órdenes de tu padre. Él ya lo ha aceptado como futuro yerno y le ha dicho que te verá cuando lleves el café. Deja tu miedo y tu verguenza; ya no eres una niña. Otras, a tu edad, ya están casadas y tienen uno o dos hijos… Lo que debes hacer es obedecer ahora mismo, antes de que tu padre empiece a impacientarse.
     Fadua se echó sobre los cojines llorando, y suplicó entre sollozos:
     -Por favor, espera un poco. Ve con ellos, madre, deja que me relaje. Me tiemblan las manos, se me caería todo. Cuando me tranquilice, iré.
     -Está bien, pero no tardes. Entretanto les ofreceré narguile. No olvides la bandeja de baklawas y las servilletas.
     Desde la galería se oyeron los pasos de la madre que se alejaba. En cuanto el ruido de sus pasos desapareció, Nahima, seguida por su hermana Hadbo, se precipitó fuera de la galería y se acercó sigilosamente a las espesas cortinas que cerraban la entrada del salón. Fadua se quedó en la galería, abrazando a la menor para sujetarla. Conteniendo la respiración y tratando de acallar los latidos de sus corazones por temor a que fueran escuchados por sus padres y por el misterioso visitante, las dos hermanas, con una mano tapando la boca y la otra en el corazón, se quedaron inmóviles y silenciosas. Por un momento sólo hubo silencio. La madre estaba dando una explicación al oído de su marido, que la miró comprensivo y contrariado a la vez; luego, cambiando el gesto, se dirigió al pretendiente de su hija.
     -Perdone que nuestra hija no se presente en el acto. Mi esposa dice que ella tiene mucho miedo y verguenza. En realidad, esto ha sido un poco repentino y nos ha pillado a todos por sorpresa. Espero que esto no contraríe sus intenciones y proyectos. Le ruego que espere un momento más para el café. Mientras tanto, podemos fumar el narguile que nos ha traído mi esposa.
     - No se preocupe. Al contrario, créame que esto me complace. Por esto precisamente he venido desde ese país tan lejano a buscar novia a mi patria. Quiero una mujer recatada y discreta, sencilla y obediente. Yo la ayudaré a madurar y a ser valiente, decidida y audaz. Necesito que mi esposa sea toda una mujer.
     Mientras hablaba, las hermanas se miraron con sus expresivos ojos agrandados en las órbitas, mientras que sus dedos temblaban al oprimir los labios… Sentían los latidos del corazón como si éste fuera a escapárseles a través del corpiño.
-Tiene una voz alegre… y  sonora…   -susurró Hadbo.
-Un voz de acero-sentenció Nahima.
 Y, siguiendo un impulso incontrolable, movió suavemente un extremo de la cortina y durante unos segundos contempló la escena que se desarrollaba en el salón; cuando sus ojos se detuvieron en la figura del pretendiente, contuvo el aliento… algo raro estaba pasando en su interior que no pudo controlar y, bajando otra vez la cortina con mucha precaución, regresó corriendo de puntillas a la galería, tan agitada como su hermana Hadbo que seguía sus pasos.
     Allí encontraron a Fadua más repuesta, con los ojos brillantes, las mejillas enrojecidas y el pelo desordenado, lo que la hacía tan bella que Nahima pensó: Cómo dicen que yo soy más bonita que Fadua, si ella es tan hermosa?
     - Fadua, di a Nahima que te cuente, lo ha visto todo- dijo nerviosamente Hadbo.
-          Pero es que has entrado? cómo es, gordo, flaco, viejo, joven? 
-preguntaban todas.
- No he entrado al salón, porque  papá me castigaría.
-Cuenta de una vez lo que has visto-insistían todas a la vez.
     Fadua, con el rostro casi transformado, se acercó suavemente a Nahima y cogiéndole una mano, le dijo:
     - Es cierto que lo has visto? Cómo es, cómo habla, cómo sonríe, cómo…?
     - Es viejo – la interrumpió Nahima, que parecía no querer hablar demasiado – como el tío Hanna.
     - Pero si el tío Hanna tiene veinticinco años…
     - Eso es, tendrá unos veinticinco años. No es gordo ni flaco, no es alto ni bajo…
     - Cómo es su cara? – preguntó Fadua.
     - Su rostro es un poco ancho en la frente, pero se afina hacia abajo… Usa un bigote muy negro, como su pelo, con las puntas engomadas hacia arriba…
     - Y sus ojos?
     -Hermosos, oscuros y muy expresivos. Todo su cara es expresiva y amable, pero no sonríe. Tiene una voz de acero y habla con mucha tranquilidad. Dijo: “Me hace un gran honor al invitarme a un café en su distinguida casa que deseo que Dios bendiga en todo momento. Será una gran satisfacción para mí aceptar el narguile mientras esperamos a su… el café”
– terminó Nahima, remedándolo.
     - Qué bien lo imitas – dijo Hadbo y las demás rieron.
     - Eso significa que ya debo llevarles la bandeja – dijo Fadua estrujando sus temblorosas manos -, no sé si podré servirles el café.
     - Tienes que hacerlo, de lo contrario, ofenderás a papá – dijo una de ellas.
     - Y el visitante se marchará ofendido – dijo otra.
     - Y ya no volverás a tener novio – dijo una tercera.
     - Pero Dios mío, qué puedo hacer!
     - Por qué no me dices cuál es tu problema? No cero que tengas miedo ni que te dé verguenza. Eso lo has dicho para impresionar a mamá – comentó Nahima.
     -Es cierto. Aunque eres cuatro años menor que yo, siempre has sido más lista y decidida. Creo que tú me puedes entender… A mí me gustaría casarme con un hombre un poco mayor que yo, uno o dos años… Que él me elija a mí, y yo a él, porque nos sentimos atraídos, porque nos queremos, no porque nuestros padres nos obliguen a hacerlo…
     Las hermanas la escuchban en silencio absoluto y sus ojos, de por sí grandes, se abrían cada vez más a medida que Fadua expresaba sus ilusiones.
     -Desearía que ese hombre me contase cosas de sí mismo, yo le contaría muchas cosas de mí, lo que me gusta, lo que espero de la vida… Y después de un tiempo de conocernos, si estuviésemos de acuerdo, nos casaríamos… -terminó poniendo en sus ojos todo el amor contenido en su interior.
     -Pero Fadua, sabes lo que estás diciendo?–consiguió al fin decir Nahima-. Te comprendo muy bien, pero eso es imposible… Ya sabes lo que nos han enseñado nuestros padres. Y sabes también que, antes, la novia conocía al novio en la noche de bodas. Por lo menos, tú puedes verlo antes… ahora mismo, cuando le lleves el café.
     Las otras hermanas las miraban con la boca abierta. Jamás hubiesen imaginado escuchar semejante diálogo dentro de las paredes de ese hogar, el más honorable de toda la ciudad, como decía su madre.
     -Oh, Nahima, creí que me habías comprendido!-gimió Fadua-. No puedo ni quiero llevar el café. No voy a aparecer por el salón, me pondré enferma, haré cualquier escena, romperé la vajilla, apagaré las velas, simularé un ataque, con tal de no presentarme al salón. Es que no lo entiendes? No puedo…
     -No puedes y no quieres… Está bien-la animó Nahima con generosidad-. No te preocupes. Si tú no puedes, lo haré yo.
     -De verdad? Harás eso por mí? Sabes cómo se pondrán nuestros padres. Se ofenderán, nos castigarán. Nuestro invitado se marchará humillado, hablará de nosotras, todo el mundo se enterará…
     -Pero qué dices hermana querida? Nuestros padres no se ofenderán. Nuestro visitante no se marchará humillado; tampoco hablarán mal de nosotras…         -contestó Nahima con reservado misterio.
     -No te entiendo. Me has dicho que tú llevarás el café por mí. Lo has dicho, verdad? O es que ahora te da miedo?
     -Claro que llevaré el café al salón y lo serviré. No me da miedo ni verguenza. Lo repito, querida Fadua, yo serviré. No me da miedo ni verguenza. Lo repito, querida Fadua, yo serviré el café, te lo prometo. Pero tú te casarás con él.
     Y recogiendo sus trenzas hacia arriba, cogió las dos bandejas con destreza, y ágil como una gacela se dirigió con rápidos pasos al salón, seguida por las miradas incrédulas y asustadas de sus cinco hermanas que, a pesar del nerviosismo, no pudieron dejar de admirar la esbelta figura, la cintura fina y el donaire de las caderas de Nahima.
 
Mi madre, Nahima, murió el 12 de abril de 1989, en Santiago de Chile, y ella es la protagonista de mis “recuerdos del tiempo viejo”, porque elle llena-llenó y lleno-toda mi infancia, mi adolescencia y mi edad madura. No mi juventud, porque me alejé de su lado, persiguiendo unas quimeras que nunca encontré. Y ahora que estoy llegando a la edad madura, continúa a mi lado; a pesar de su estancia en el más allá, la siento, la leo en sus cartas que aún conservo y la escucho en las cintas que grabó en Chile para enviármelas a Madrid desde que llegué a esta ciudad en 1973, y en todas ellas me repite una y otra vez las mismas historias de su larga vida de cien años. Porque precisamente el 12 de septiembre de 1996, Nahima cumplió cien años.
     Cien años antes, el 12 de septiembre de 1896, en una hermosa ciudad de Siria llamada Homs, nació mi madre Nahima Jure, esposa de mi padre Yusef Mtanus, a quien no conocí, porque murió cuando yo tenía solamente unos meses, razón por la cual no tuve hermanos menores, pero sí trece hermanos mayores; es decir, habríamos sido siete varones y siete niñas, si no fuera porque mi madre había heredado de sus abuelas cierta debilidad para criar a los varones y perdió a casi todos en el momento de nacer o poco después, conservando hasta la mayoría de edad sólo a dos de ellos, de los cuales sólo uno la sobrevivió, junto con seis de sus siete hijas, repitiéndose en su propia vida la experiencia de su madre en cuanto al número de hijos vivos. 


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