Ya tenía quince años
el día que su madre llamó a su hermana mayor con ese tono de voz tan
suyo, sereno, bastante amistoso pero implacable; es decir, ese tono de
voz que usan los que saben que serán obedecidos a la primera, que no
admite réplica ni mucho menos contradicción, que pone punto final a la
conversación casi antes de haberla empezado…
- Fadua, prepara
y trae el café para la visita.
Era una frase
sencilla, una orden semejante a la de todos los días. Pero ni Fadua ni
Nahima ni la madre que había pronunciado esas palabras de pan, intuyeron
la trascendencia que tenía; ni siquiera Nahima, que se había distinguido
siempre como poseedora de un poder mental que iba más allá de la simple
intuición femenina, presintió el trastorno que esa orden emanada de los
labios de su madre iba a causar en su vida y en la de todo la familia.
Fadua no pudo
contener un estremecimiento. Miró a sus hermanas con ojos de gacela
astustada, y encontró sus miradas clavadas en ella –diez negros
azabaches que le llegaron al alma-, llenas de ansiedad y picardía, cuyas
dueñas las desviaron al momento para fijarlas, avergonzadas, en sus
labores. Sólo Nahima fue capaz de mantenerla fija en Fadua y ambas
hermanas permanecieron mirándose, comunicándose en silencio la multitud
de pensamientos que no se atrevían a expresar con palabras.
Todas conocían el
significado de esa visita y de ese café, pero no se arriesgaban a hablar
de eso; era un tema tabú, competencia absoluta de los padres.
Mientras las demás disimulaban sus risitas, mezcladas de confusión y
verguenza, Nahima sentía bullir la sangre en su pecho al comprender la
mirada de su hermana de casi diecinueve años, cuatro mayor que ella,
implorando ayuda al constatar su propia impotencia ante la situación que
tenía que enfrentar; estaba a punto de conocer al hombre que en ese
momento estaba pidiéndola en matrimonio a sus padres antes de haberla
visto, y que sólo la conocería cuando ella le ofreciera el café.
Nahima miraba
a Fadua con una expresión indefinida, con curiosidad e ironía,
especulando hacia sus adentros sobre la situación: Fadua, tan delgada,
tímida, insegura, obediente y sumisa. Jamás la había visto ni oído
contradecir o replicar a su madre, mucho menos al padre, ya que éste
transmitía sus órdenes a través de su mujer; … con su cara de inocencia
y sus ojos asustados, qué haría en esta ocasión? obedecería ciegamente
la orden de la madre de presentarse ante el visitante para ofrecerle el
café? Y luego… aceptaría a ese hombre como marido, así, sin más, sólo
porque sus padres se lo ordenaban…?
Ambas hermanas
continuaban mirándose, en una ceremonia eterna de transmisión de
pensamientos… sin hablar… casi sin respirar… sin que un movimiento
delatara la intensa preocupación de sus jóvenes cabecitas… como si un
solo ademán pudiera provocar un desenlace fatal, la picadura de una
serpiente, el desprendimiento de un alud. Nahima fue la primera en
deshacerse del hechizo. Hizo un movimiento de hombros, sacudiendo las
responsabilidades que pudieran caberle en la decisión, desentendiéndose
de ella, pero no pudo librarse de la mirada que su hermana mantenía fija
en la suya.
En otra ocasión
habrían podido hablar, comentando entre ellas o incluso criticando
algunas costumbres ancestrales que las afectaban y que hubieran deseado
que cambiasen, pero jamás habrían osado hacerlo delante de sus padres,
ni siquiera de sus hermanas menores. Concretamente ahora, la situación
merecía comentarios y críticas. Fadua sería obligada por sus padres, sin
previa consulta, a casarse con un desconocido, y esto que le sucedía hoy
a la mayor, mañana o cualquier otro día le tocaría a Nahima y después a
las demás. Tampoco le preguntarían si deseaba casarse, si aceptaba de
buena gana, cuando no con entusiasmo, al hombre que la pedía, o si lo
rechazaba porque la doblaba en edad, porque era gordo, porque sus
bigotes eran horribles, o simplemente, porque no lo amaba…
Amor! Quién iba a
atreverse a usar esa palabra? Palabra tan hermosa que sus labios tiernos
y juveniles jamás habían osado pronunciar, pero que acariciaban con sus
pensamientos desde que aprendieron a leer en su primer libro de lectura:
la Biblia. Las religiosas misioneras de la iglesia a la que acudían las
iniciaron en la lectura y en la Sagrada Biblia, abriendo su mundo a la
cultura y a la fe cristiana a la vez. Les enseñaron a leer en los libros
del Antiguo Testamento: Génesis, Éxodo y otros, y también en los del
Nuevo Testamento, los Evangelios, las Epístolas, incluso el Apocalipsis,
saltándose descaradamente aquellos libros que podían plantearles
preguntas difíciles, o despertar en ellas algunos sentimientos
prohibidos, como el Cantar de los Cantares, que ambas hermanas
descubrieron un día y que aprendieron de memoria a hurtadillas para
recordarlos cuando estaban solas y se desvelaban por las noches,
preguntándose una a otra sobre el sentido de esas frases:
“Levántate, amada
mía, hermosa mía, y ven!”… “Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de
gacelas, que pacen entre lirios…” “Qué bella eres amada mía, qué bella
eres!”… “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado!”… La Biblia
contenía escrituras muy aburridas o incomprensibles, pero también las
tenía maravillosas, incluso excitantes…? Por qué estaba prohibido hablar
de esas cosas, nombrarlas siquiera, si eran palabras inspiradas por Dios
a sus elegidos? Estarían equivocados sus padres? No, no era culpa de sus
padres. Esa rigidez venía de abtaño, de siglos anteriores, y seguramente
duraría muchos siglos más… Ellas no verían cambios, ni serían capaces de
promoverlos, cómo atreverse a dar pasos hacia una liberación, si cada
vez que surgía una mujer con intenciones de salir de la represión,
liberarse de sus yugos, era castigada por sus padres con encierros y
aislamientos, cuando se trataba de una joven soltera, y si era casada,
su marido la vilipendiaba públicamente y la acusaba a las autoridades?
Cuántas mujeres habían muerto apedreadas o azotadas por intentar
liberarse! Nahima no había conocido a ninguna, pero sus tías y su madre
se lo habían contado. A veces pensaba que sólo lo hacían para asustarlas
y mantenerlas bajo control. Hasta llegaron a decirles que algunas
mujeres que no querían obedecer a sus padres o maridos eran entregadas a
los turcos que las hacían recorrer a pie los desiertos para entregarlas
a su jefe, siempre ansioso de engrosar el número de concubinas de su
harén.
Nuevamente se
escuchó la voz de la madre:
-Fadua, has oído? Prepara el café.
Fadua,
nerviosamente, se agarró a las manos de Nahima.
-Quieres que yo sirva el café?
-preguntó la pequeña
Afifi, que apenas tenía siete años.
-
Tú no te
metas en esto – la
regañó Karimi,
retenién- dola por el brazo.
-Quiero ver al
visitante- insistió,mimosa, Afifi.
-Qué ocurrencia tiene esta niña!- gruñó Yolia-. No sabes acaso que está
prohibido que nos asomemos al salón cuando hay visitas?.
-Entonces que pasen aquí para que los conozcamos…
-La pequeña estaba agotando todas sus reserves con tal de conseguir sus
caprichos.
Karimi intervino, esta vez conciliadora:
-Tú sabes que los visitants no
pueden entrar aquí;
eso también está prohibido.
-Pero si nuestro padre quisier…
- Una mano, también
pequeña, le tapó la boca.
-Te han dicho que te calles de
una vez-dijo Hadbo
casi al oído de la pequeña, mientras ésta trataba de liberarse,
arañándole la mano.
Era una tradición muy antigua en las
familias de cierta categoría, que las hijas mujeres debían permanecer en
el interior de las casas sin asomarse siquiera cuando llegaban visitas
al hogar. Solamente las amigas o parientes que acudían con sus maridos a
saludar a los padres, podían entrar para ver o conocer a las hijas en un
lugar interior de la casa, donde siempre estaban realizando alguna
labor; pero los hombres no gozaban de este privilegio. No les estaba
permitido acercarse al lugar de reunión de las hijas
del dueño de casa, ni éstas
podían acudir al salón donde ellos fumaban y sostenían conversaciones
“no aptas para oídos femeninos”. La excepción se presentaba precisamente
cuando llegaba un pretendiente con intenciones de desposar a una de las
hijas, pero él no tenía derecho a elegir la más bonita o la más
inteligente; lo único que podía elegir era la familia y lo hacía
pensando en su nivel cultural, social, religioso y económico. Una vez
hecho el contacto, los padres decidían cuál de sus hijas presentarían al
pretendiente, recayendo la elección siempre en la de más edad, y la
forma de presentarla era, justamente, llamándola para que sirviera el
café al visitante y a su acompañante, que solía ser el sacerdote de la
iglesia a la cual pertenecía la familia de la futura novia. Pero antes
del café, ambas partes pedían discretamente todo tipo de detalles con el
fin de poder tomar una decisión, en la que el sacerdote jugaba un papel
determinante. El último “detalle” que faltaba para la toma de decisión
era que el pretendiente conociera a la novia, no para dar el visto
bueno, porque no debía rechazarla, ni manchar con ello el honor de la
familia, sino para cerrar el trato después de probar el café servido por
ella. Éste era el último paso en la petición de mano de una joven en la
ciudad de Homs, pues todo lo demás ya había sido convenido de antemano:
el interesado se presentaba a los padres de familia, incluso sin
haberlos conocido antes, sabiendo solamente por la información que le
daban sus amigos y parientes que se trataba de una familia distinguida,
con buena situación económica y alto nivel cultural, que tenía ocho
hijos, siete mujeres y un varón, y que todas las hijas sabían leer,
escribir, cocinar, coser, bordar, tejer y hacer las labores de la casa.
Después los padres le darían a conocer algunos detalles más íntimos de
la muchacha elegida: su salud, su carácter, su inteligencia, la
regularidad de sus períodos mensuales – asunto este de gran importancia
para la futura descendencia- y otros, como la dote que ésta percibiría y
todo aquello que al pretendiente le pareciera importante saber. Él, a la
vez, informaría sobre sí mismo, sobre su familia, su nombre, lugar de
nacimiento, trabajo, edad, capital que poseía, lugar donde establecería
su residencia, y debía estar dispuesto a responder a cuantas preguntas
desearan hacer los padres de la futura novia.
Entretanto, Fadua
continuaba mirando a sus hermanas, que habían vuelto a inclinar sus
cabezas sobre sus labores. Formaban un hermoso cuadro las jovencitas con
sus cabellos negros, brillando bajo los rayos casi bermejos del
vespertino sol oriental, con sus ropas largas de diferentes colores,
rodeadas de plantas en esa galería, testigo de tantas risas, tantos
suspiros, confidencias e interrogantes sin respuesta.
Las pesadas
cortinas que separaban la galería del resto de la casa se movieron hacia
un lado bajo la presión de una mano enérgica. Fadua se estremeció al ver
a su madre y bajó los ojos. Las hermanas miraron a la madre cuando ésta
dijo con voz que parecía severa:
-Fadua, te he llamado para que
prepares café para
nuestras visitas, no me has oído?
Al decirlo observó a su hija que,
en la confusión, había dejado
caer los ovillos de seda que quedaron desparramados por el suelo, y se
sintió orgullosa d ella al verla tan tierna, tímida, hermosa y dulce,
como deben ser las jovencitas educadas en un hogar distinguido y severo.
Durante muchos años había trabajado preparando a sus hijas para
el paso que ahora
iba a dar la mayor y no permitiría que nada obstaculizara el normal
funcionamiento de la ceremonia de petición de mano.
La hija
mayor, entretanto, se debatía entre el llanto y una respuesta que no se
atrevía a dar a su madre, o más bien, una pregunta que no tenía valor de
formular. Sabía perfectamente que no debía hacerlo, ninguna joven tenía
derecho a hacer preguntas sobre el hombre que pedía su mano, ni siquiera
sobre su nombre.
- Pero
hija… Fadua… qué te pasa?, es que no vas a obedecerme? Esto es muy
importante para ti y para toda la familia…
- No
puedo… No puedo!… - dijo entre sollozos, cubriéndose el rostro con las
manos.
-Vamos
hija, ven aquí, siéntate un momento, y dime, es que no quieres casarte,
formar una familia, tener tu propia casa, tus hijos, tu marido, tu vida
privada?
-
Casarme yo? Tener mi propia casa… tener un marido… hijos… -repetía
Fadua, lanzando un débil sollozo en cada pausa, que prolongaba
intencionadamente, esperando que su madre completara las frases con más
detalles, pero no lo consiguió-. Soy muy joven aún…- se defendió.
-
Joven? Pronto cumplirás diecinueve años, ya no eres joven. Las niñas
deban casarse a los catorce o quince años. Pasada esa edad, la gente
empieza a pensar que tiene algún problema o que es estéril, y en
cualquier caso, va quedando marginada. Es eso lo que deseas?
Fadua
seguía temblando y su mirada, tímidamente levantada hacia su madre,
contenía millares de preguntas prohibidas, cientos de protestas,
inútiles ansias de saber lo que todas las jóvenes desean conocer a esa
edad. La madre pareció entender la situación de su hija, le cogió la
fina mano, la miró profundamente; esos negros ojos que parecían dorados
por los reflejos del sol, en los que veía-como en un espejo- su propio
rostro de mujer joven aún a pesar de sus cuarenta años, y en voz baja le
dijo:
-
Quieres quedarte para siempre aquí en casa como una solterona, cuidando
a tus padres y haciendo las tareas del hogar?
-Si,
madre, quiero quedarme con vosotros! – la interrumpió con vehemencia y
verdadero apasionamiento. Fadua había encontrado una escapatoria.
-No quieres
aprovechar esta
oprtunidad
para casarte? Es probable que no vuelvas a tener otra ocasión como ésta.
No, no menees la cabeza diciendo que no. Explícame por qué no quieres.
-Tengo
miedo, mucho miedo...
La madre
rió, dando a entender que eso era una tontería, aunque interiormente
recordaba que ella no tuvo miedo sino pánico cuando sus padres
decidieron casarla. Ahora aquello le parecía como un sueño lejano, casi
increíble… Haber sentido miedo ante una situación tan simple como una
boda, ante un hombre tan manso y afectuoso como su marido. Pero ella
había reaccionado rápidamente, su coraje y su fuerte personalidad la
habían ayudado a convertirse poco a poco en la mujer madura que llegó a
ser en pocos años, en la esposa amante, pero enérgica y dominadora, en
la madre abnegada aunque rígida y severa, en la administradora de los
bienes de la familia y en la segunda mujer –la primera había sido su
propia madre- de Homs que dirigía la empresa familiar, la industria de
la seda. Todo se había ido gestando lentamente, y ahora… Volvió a la
realidad al oír a su hija que repetía:
-Tengo mucho
miedo.
-Miedo? Hija
mía, tú eres la luz
de mi alma,
pero ya eres una mujer y no debes temer nada. La vida te ofrece una
oportunidad: un hombre serio, joven, maduro, rico, ha regresado a su
país natal solamente para buscar novia, viene de muy lejos sólo para
esto, y te ha elegido a ti, es maravilloso. Tu padre, estando yo
presente, ha conversado con él y le ha parecido que es un hombre bueno e
interesante, que ha viajado mucho por diferentes países y que sabe
contra cosas maravillosas. Ahora está con tu padre, esperando el café.
Vamos, anímate, te ayudaré a prepararlo, pero tú debes servirlo. Prepara
aquella bandeja.
Fadua
obedeció como una autómata, mirando cómo su madre preparaba diestramente
el café, y cuando estuvo listo…
- No
puedo, no puedo…me muero de verguenza…
Esta
vez, la madre perdió la dulzura, miró severamente a su hija, y le dijo:
- No
tengo por qué aguantar esto. Debes obedecer las órdenes de tu padre. Él
ya lo ha aceptado como futuro yerno y le ha dicho que te verá cuando
lleves el café. Deja tu miedo y tu verguenza; ya no eres una niña.
Otras, a tu edad, ya están casadas y tienen uno o dos hijos… Lo que
debes hacer es obedecer ahora mismo, antes de que tu padre empiece a
impacientarse.
Fadua
se echó sobre los cojines llorando, y suplicó entre sollozos:
-Por
favor, espera un poco. Ve con ellos, madre, deja que me relaje. Me
tiemblan las manos, se me caería todo. Cuando me tranquilice, iré.
-Está
bien, pero no tardes. Entretanto les ofreceré narguile. No olvides la
bandeja de baklawas y las servilletas.
Desde
la galería se oyeron los pasos de la madre que se alejaba. En cuanto el
ruido de sus pasos desapareció, Nahima, seguida por su hermana Hadbo, se
precipitó fuera de la galería y se acercó sigilosamente a las espesas
cortinas que cerraban la entrada del salón. Fadua se quedó en la
galería, abrazando a la menor para sujetarla. Conteniendo la respiración
y tratando de acallar los latidos de sus corazones por temor a que
fueran escuchados por sus padres y por el misterioso visitante, las dos
hermanas, con una mano tapando la boca y la otra en el corazón, se
quedaron inmóviles y silenciosas. Por un momento sólo hubo silencio. La
madre estaba dando una explicación al oído de su marido, que la miró
comprensivo y contrariado a la vez; luego, cambiando el gesto, se
dirigió al pretendiente de su hija.
-Perdone que nuestra hija no se presente en el acto. Mi esposa dice que
ella tiene mucho miedo y verguenza. En realidad, esto ha sido un poco
repentino y nos ha pillado a todos por sorpresa. Espero que esto no
contraríe sus intenciones y proyectos. Le ruego que espere un momento
más para el café. Mientras tanto, podemos fumar el narguile que nos ha
traído mi esposa.
- No se
preocupe. Al contrario, créame que esto me complace. Por esto
precisamente he venido desde ese país tan lejano a buscar novia a mi
patria. Quiero una mujer recatada y discreta, sencilla y obediente. Yo
la ayudaré a madurar y a ser valiente, decidida y audaz. Necesito que mi
esposa sea toda una mujer.
Mientras hablaba, las hermanas se miraron con sus expresivos ojos
agrandados en las órbitas, mientras que sus dedos temblaban al oprimir
los labios… Sentían los latidos del corazón como si éste fuera a
escapárseles a través del corpiño.
-Tiene una voz alegre… y sonora…
-susurró Hadbo.
-Un voz de
acero-sentenció Nahima.
Y,
siguiendo un impulso incontrolable, movió suavemente un extremo de la
cortina y durante unos segundos contempló la escena que se desarrollaba
en el salón; cuando sus ojos se detuvieron en la figura del
pretendiente, contuvo el aliento… algo raro estaba pasando en su
interior que no pudo controlar y, bajando otra vez la cortina con mucha
precaución, regresó corriendo de puntillas a la galería, tan agitada
como su hermana Hadbo que seguía sus pasos.
Allí
encontraron a Fadua más repuesta, con los ojos brillantes, las mejillas
enrojecidas y el pelo desordenado, lo que la hacía tan bella que Nahima
pensó: Cómo dicen que yo soy más bonita que Fadua, si ella es tan
hermosa?
-
Fadua, di a Nahima que te cuente, lo ha visto todo- dijo nerviosamente
Hadbo.
-
Pero es que
has entrado? cómo es, gordo, flaco, viejo, joven?
-preguntaban
todas.
- No he
entrado al salón, porque papá me castigaría.
-Cuenta de
una vez lo que has visto-insistían todas a la vez.
Fadua,
con el rostro casi transformado, se acercó suavemente a Nahima y
cogiéndole una mano, le dijo:
- Es
cierto que lo has visto? Cómo es, cómo habla, cómo sonríe, cómo…?
- Es
viejo – la interrumpió Nahima, que parecía no querer hablar demasiado –
como el tío Hanna.
- Pero
si el tío Hanna tiene veinticinco años…
- Eso
es, tendrá unos veinticinco años. No es gordo ni flaco, no es alto ni
bajo…
- Cómo
es su cara? – preguntó Fadua.
- Su
rostro es un poco ancho en la frente, pero se afina hacia abajo… Usa un
bigote muy negro, como su pelo, con las puntas engomadas hacia arriba…
- Y sus
ojos?
-Hermosos, oscuros y muy expresivos. Todo su cara es expresiva y amable,
pero no sonríe. Tiene una voz de acero y habla con mucha tranquilidad.
Dijo: “Me hace un gran honor al invitarme a un café en su distinguida
casa que deseo que Dios bendiga en todo momento. Será una gran
satisfacción para mí aceptar el narguile mientras esperamos a su… el
café”
– terminó
Nahima, remedándolo.
- Qué
bien lo imitas – dijo Hadbo y las demás rieron.
- Eso
significa que ya debo llevarles la bandeja – dijo Fadua estrujando sus
temblorosas manos -, no sé si podré servirles el café.
-
Tienes que hacerlo, de lo contrario, ofenderás a papá – dijo una de
ellas.
- Y el
visitante se marchará ofendido – dijo otra.
- Y ya
no volverás a tener novio – dijo una tercera.
- Pero
Dios mío, qué puedo hacer!
- Por
qué no me dices cuál es tu problema? No cero que tengas miedo ni que te
dé verguenza. Eso lo has dicho para impresionar a mamá – comentó Nahima.
-Es
cierto. Aunque eres cuatro años menor que yo, siempre has sido más lista
y decidida. Creo que tú me puedes entender… A mí me gustaría casarme con
un hombre un poco mayor que yo, uno o dos años… Que él me elija a mí, y
yo a él, porque nos sentimos atraídos, porque nos queremos, no porque
nuestros padres nos obliguen a hacerlo…
Las
hermanas la escuchban en silencio absoluto y sus ojos, de por sí
grandes, se abrían cada vez más a medida que Fadua expresaba sus
ilusiones.
-Desearía que ese hombre me contase cosas de sí mismo, yo le contaría
muchas cosas de mí, lo que me gusta, lo que espero de la vida… Y después
de un tiempo de conocernos, si estuviésemos de acuerdo, nos casaríamos…
-terminó poniendo en sus ojos todo el amor contenido en su interior.
-Pero
Fadua, sabes lo que estás diciendo?–consiguió al fin decir Nahima-. Te
comprendo muy bien, pero eso es imposible… Ya sabes lo que nos han
enseñado nuestros padres. Y sabes también que, antes, la novia conocía
al novio en la noche de bodas. Por lo menos, tú puedes verlo antes…
ahora mismo, cuando le lleves el café.
Las
otras hermanas las miraban con la boca abierta. Jamás hubiesen imaginado
escuchar semejante diálogo dentro de las paredes de ese hogar, el más
honorable de toda la ciudad, como decía su madre.
-Oh,
Nahima, creí que me habías comprendido!-gimió Fadua-. No puedo ni quiero
llevar el café. No voy a aparecer por el salón, me pondré enferma, haré
cualquier escena, romperé la vajilla, apagaré las velas, simularé un
ataque, con tal de no presentarme al salón. Es que no lo entiendes? No
puedo…
-No
puedes y no quieres… Está bien-la animó Nahima con generosidad-. No te
preocupes. Si tú no puedes, lo haré yo.
-De
verdad? Harás eso por mí? Sabes cómo se pondrán nuestros padres. Se
ofenderán, nos castigarán. Nuestro invitado se marchará humillado,
hablará de nosotras, todo el mundo se enterará…
-Pero
qué dices hermana querida? Nuestros padres no se ofenderán. Nuestro
visitante no se marchará humillado; tampoco hablarán mal de
nosotras… -contestó Nahima con reservado misterio.
-No te
entiendo. Me has dicho que tú llevarás el café por mí. Lo has dicho,
verdad? O es que ahora te da miedo?
-Claro
que llevaré el café al salón y lo serviré. No me da miedo ni verguenza.
Lo repito, querida Fadua, yo serviré. No me da miedo ni verguenza. Lo
repito, querida Fadua, yo serviré el café, te lo prometo. Pero tú te
casarás con él.
Y
recogiendo sus trenzas hacia arriba, cogió las dos bandejas con
destreza, y ágil como una gacela se dirigió con rápidos pasos al salón,
seguida por las miradas incrédulas y asustadas de sus cinco hermanas
que, a pesar del nerviosismo, no pudieron dejar de admirar la esbelta
figura, la cintura fina y el donaire de las caderas de Nahima.
Mi madre,
Nahima, murió el 12 de abril de 1989, en Santiago de Chile, y ella es la
protagonista de mis “recuerdos del tiempo viejo”, porque elle
llena-llenó y lleno-toda mi infancia, mi adolescencia y mi edad madura.
No mi juventud, porque me alejé de su lado, persiguiendo unas quimeras
que nunca encontré. Y ahora que estoy llegando a la edad madura,
continúa a mi lado; a pesar de su estancia en el más allá, la siento, la
leo en sus cartas que aún conservo y la escucho en las cintas que grabó
en Chile para enviármelas a Madrid desde que llegué a esta ciudad en
1973, y en todas ellas me repite una y otra vez las mismas historias de
su larga vida de cien años. Porque precisamente el 12 de septiembre de
1996, Nahima cumplió cien años.
Cien años antes,
el 12 de septiembre de 1896, en una hermosa ciudad de Siria llamada
Homs, nació mi madre Nahima Jure, esposa de mi padre Yusef Mtanus, a
quien no conocí, porque murió cuando yo tenía solamente unos meses,
razón por la cual no tuve hermanos menores, pero sí trece hermanos
mayores; es decir, habríamos sido siete varones y siete niñas, si no
fuera porque mi madre había heredado de sus abuelas cierta debilidad
para criar a los varones y perdió a casi todos en el momento de nacer o
poco después, conservando hasta la mayoría de edad sólo a dos de ellos,
de los cuales sólo uno la sobrevivió, junto con seis de sus siete hijas,
repitiéndose en su propia vida la experiencia de su madre en cuanto al
número de hijos vivos.
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